lunes, 11 de mayo de 2009

Un Buick negro

Dicen, quienes no conocían a Jack Bally, que la primera víctima de una guerra siempre es la Libertad. Los que tuvimos la desgracia de conocerle sabemos que en los prolegómenos de una contienda, el primero en llevarse un balazo del veintidós sería él. Jack era, según Ernie, mezquino, envidioso y bocazas, las tres peores combinaciones para meter juntas en la cabeza de un mafioso.

Personalmente, nunca le traté, pero coincidí con él unas cuantas noches en el Savoy y puedo decir que no fueron las mejores noches del local. Normalmente, el restaurante de Ernie Loquasto parecía un oasis en medio del mundo del hampa pero, cuando Jack Bally aparecía, todo se convertía en una cloaca. Su presencia corrompía el hielo de las copas y conseguía que la voz de las chicas se volviera más aguda.

Por eso nadie alzó la voz la noche que Bally desapareció y hasta el detective Fuller utilizó la versión más abreviada de su interrogatorio. A los clientes del Savoy les preguntó su nombre, su coartada y cómo estaba la ternera del menú. Nadie habló de Jack porque todos sabíamos qué había sido de él. Y a nadie le importaba.

Para un gángster, labrarse una reputación es tan importante como mantenerse alejado de sus enemigos y, precisamente eso, fue lo que no supo hacer Bally. Me lo contaba Chester Newman, el periodista del Clarion, entre recuerdos y vasos de ginebra. Al día siguiente de la desaparición, se dieron todas las claves en su periódico e, incluso, la pista que le indicó a los chicos de azul dónde ir a pedir su cadáver.

Según Chester, Bally se pasó semanas acosando a una tal Loreta, con la sana intención de hacerla pasar por su catre. Hombre de excesos y pocas luces, sus tretas incluían las drogas para obtener audiencia y la violencia para conseguir resultados. Desafortunadamente para él, Loreta, que era la hija de Giovanni Crampone, padrino del Upper East Side, sólo tuvo que contarle a su padre la fea costumbre de Jack de silbar melodías de Bing Crosby durante las agresiones.

Dos noches después, mientras Jack Bally degustaba la especialidad del cocinero del Savoy, media docena de tipos malencarados le invitaron a salir del local, tapizando las mesa circundantes con sus dientes. A la salida felicitaron al Maître por la merluza, pagaron la cuenta y desaparecieron en un Buick negro como el futuro de Bally. Chester Newman, que salió detrás, sólo pudo certificar que llevaban dirección sur y que, desde el asiento de atrás, uno de ellos le gritó que lo fuesen a buscar al vertedero, junto las madrigueras de las ratas.

Sin excesiva prisa por corroborar el dato, el detective Fuller tardó tres días más en personarse en el vertedero. No le hizo falta buscar mucho porque los muchachos de Don Giovanni habían cumplido con su palabra pero sí necesitó más tiempo para identificar el cuerpo. Tuvo que esperar a que el forense juntase todos los pedazos que habían dejado desperdigados para poder certificar que aquel puzzle había sido Jack Bally. En su informe, el detective concluyó que Jack Bally se había suicidado abriendo demasiado la boca.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Tu nombre tatuado

–Hace años que el Savoy es lo más parecido a un charco en mitad del parque, un lugar plácido y anodino en donde nunca pasa nada. Pero no siempre fue así. En mitad de los cincuenta, un par de familias trataron de hacerse con el control de todos los garitos de la ciudad y, ¿sabes qué?, el Savoy estaba en la maldita mitad del campo de batalla. Como si alguien hubiese extendido un mapa sobre la mesa y le hubiese trazado dos líneas divisorias al barrio y una enorme cruz al tejado del bar.–Al hizo una pausa mientras terminaba su cuarto gintonic y miraba de reojo a la puerta de las coristas, el sitio donde, según él, los ángeles bajaban a aquel infierno de tulipas verdes, humo viejo y demonios con audífono.

–Mientras los policías de la ciudad ensayaban su pulso trazando líneas de tiza en el suelo que luego rellenarían de cadáveres, Ernie amontonaba sacos con arena sobre la barra. No había día que no se dejasen ver por el local unas cuantas balas perdidas. Algunas noches especialmente problemáticas, protegió los cristales de la puerta con el pescado de la cena. ¡Y alguno de aquellos peces murió defendiendo un trozo de vidrio!

Una corista con aires de mamma ejecutó su número sobre el escenario. Fue algo rápido, violento, y no hizo falta forense que certificase que, efectivamente, estaba muerto. Al continuó dejando caer las palabras, a medio camino entre el cuello de su camisa y mi oído.

–Aún así, los muchachos salían del Savoy en cuanto podían, no porque no fuese seguro, sino porque ante la elección de un balazo en el estómago y la cena del Chef Antoine, todos sabían que la bala se acompañaba de una salsa roja que hacía más agradable el trago. Tres meses después de comenzar, la guerra terminó con la firma del armisticio. Los capos aparecieron por el local de Ernie Loquasto y, entre abrazos, besos y sonrisas sellaron una paz que duró cinco años. Ernie, que sirvió personalmente el Chianti en la ceremonia, juró que se sintió como si en aquella famosa foto del marino besando a la enfermera en París, les hubiesen cambiado las caras a los protagonistas. Cuenta que estuvo dos meses sin besar a su señora en la boca, para que no notase el sabor que las lenguas italianas habían dejado en su paladar.

Al final de aquellos días tumultuosos y broncos, la única baja que hubo que lamentar fue la del Chef Antoine, mientras probaba el plato especial de la cena de Acción de Gracias. Una bala perdida impactó en la olla y la agujereó. La salsa del plato se vertió sobre su pie y lo corroyó como el ácido. Tardó dos horas en morir, entre gritos y juramentos. El bueno de Chester Newman escribió al día siguiente en el Clarion, que ningún hombre debería ser capaz de repetir aquel mejunje, áspero como el cañón de una Magnum y letal como un calibre cincuenta con tu nombre tatuado.

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miércoles, 12 de noviembre de 2008

Frases perdidas...

"...nunca me habían gustado los tipos entrajetados, esa clase de tipos que no necesitan planchar los cuellos de las camisas porque la gomina que les sobra hace el trabajo. "



"...la clase de tipos duros que hacía lustros que habían sustituido los cereales del desayuno por la metralla de la cena y con los que sólo desearías tener una discusión por ver quien cede el paso a la entrada del retrete."



"Lo sabía todo de todos, menos su propia dirección, sexo y estado civil."



"El sueldo -les dije- no era muy bueno, pero maldita sea, el seguro no estaba mal, no podía permitirme un médico pero al menos me permitia comprarme un calibre 9, una bala y una buena botella de un mal Whisky."



"pero lo que si te puedo jurar muchacho es que jamas ví tanta humedad en un boca y tanto amor en una vajina."



"Algunos ni tan siquiera recuerdan cuando fue la última vez que sonrieron sin estar en una rueda de reconocimiento."

"Llegué al Savoy esperando de la noche no acabar con una bala en la sesera o casado y 3 hijos."

De Desidia.

"El viejo John había acudido al Savoy ininterrupidamente desde 1958 todos los días y ni una sola vez se permitió el lujo de irse sobrio a casa. Cuentan las malas lenguas que hace más de dos años que solo bebe a credito, lo cierto es que hace más de dos años que se terminó la última botella de Whisky."


"Al principio, se dijo que pudo ser un piropo finalmente el forense dictaminó en la autopsia que era un proyectil del nueve largo."


"Lo cierto es que estaba barajando seriamente la posibilidad de venderlo todo y con el dinero que sacara alquilar algún taburete con vistas y todo el Whisky que pudiera beber, pero Ernie me echó para atrás: Chico la esperanza de vida en estos taburetes no es alta y no es un problema de cirrosis ni de cancer de garganta, es un problema con el plomo, que como bien sabes, suele volar con cierta asiduidad entre estas paredes bien entrada la noche."

"Junto a Elle estaba sentada Suzzy. Suzzy era puta. Se podría decir más fino, pero entonces no estaríamos hablando de Suzzy."


"(...) éste se había tomado seis meses y 1 día de descanso, Larry dijo que era Artritis contradiciendo así las palabras del juez (...)


"Cometí el error de darle una oportunidad, y pedí una copa, lo siguiente que supe de alcohólicos anónimos es que habían puesto un anuncio de Fe de erratas en su boletín en el que aparecía mi nombre."


domingo, 6 de enero de 2008

cartas a una gasolinera

Muy poca gente sabe que en el Savoy actuaron estrellas de renombre, durante aquella época dorada que fue el periodo de postguerra. Gene Kelly, Fred Astaire, Frank Sinatra o Bette Davis fueron algunos de los artistas que dejaron su impronta en el escenario del local de Ernie Loquasto. Eran ese tipo de gente en cuyas manos el dinero era algo tan natural como el sudor y cuyos nombres aparecían resaltados con un brillante neón, incluso en las necrológicas del periódico. Fueron buenos y duros tiempos, donde, tras cada actuación, los hombres del público se vieron obligados a demostrar su virilidad jugándose a doble o nada el Buick y la chica contra la cínica e inmovil sonrisa de Sinatra.

Muy pocos son, sin embargo, los que recuerdan los nombres de aquellos cuya luz se vió eclipsada por los grandes astros. De todos, el nombre de Vinnie Lacosta brilló por méritos propios. Pertenecía a ese puñado de crooners que seducían a las mujeres del público empleando su voz asmática, un ojo estrábico y las tres primeras páginas de la autobiografía del Marqués de Sade. Era un tipo gris, sin dobleces que, sin embargo, consiguió un notable éxito actuando en los baños públicos de las ciudades donde Sinatra sólo paraba el tiempo necesario para llenar de gas el mechero y afilar el ala de su sombrero. Cuando el jefe quería contratarle para una gala, comenta Al, le envíaba una carta a la gasolinera de un cruce de caminos, en mitad del maldito desierto de Arizona.

El bueno de Vinnie era uno de esos cantantes intermitentes que nunca terminan de despuntar, quizá porque tenía la costumbre de acabar cada canción en una ciudad diferente. ¡Muchacho!, Vinnier era capaz de apurar el final de una canción en el patio de butacas, mientras en el puerta trasera del local su coche esperaba con el motor encendido y ese olor nauseabundo, tan típico de quien lleva suficiente sudor encima como para enseñar a nadar a las ladillas. La única vez que le vi en el Savoy, se quejaba amargamente de que, a los tipos como él, las mujeres le abandonaban un instante antes de perder la compostura y el tratamiento en los servicios del local.

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miércoles, 26 de diciembre de 2007

Desidia

Llegué al Savoy esperando de la noche no acabar con una bala en la sesera o casado y 3 hijos. Allí estaba Walter. Hacía casi 7 años que no se dejaba caer por su escaño en el Savoy. Su estampa tenía el espíritu de quien había cruzado el desierto para darse cuenta al llegar de que se había dejado las llaves de casa en el otro pantalón. Estaba derrumbado en el taburete de la barra, sobreviviendo encima de un vaso de Vodka polaco (Walter solo bebía Vodka polaco muy frío, decía que así se le enfriaba el infierno que le consumía). Ernie estaba, tan profesional como era de esperar, recibiendo estoicamente el vómito que supuraba Walter en cada una de sus palabras.

Su jefe le había echado del trabajo. Su jefe, que para dar los buenos días lo primero que hacía era defecar, entre gritos, en los progenitores del que tenía delante. Se trataba de un burro que había escalado lo suficiente para tener su propia franquicia de estupidez. Y la bordaba. A su mando tenía un grupo de esclavos a tiempo parcial a los que gritaba día sí, hora también. Su principal distracción consistía en vocear órdenes contradictorias continuamente y flagelarte si cumplías o no alguna de ellas.

"El inicio en este trabajo había sido prometedor: gran responsabilidad, grandes beneficios, grandes proyectos. Muy interesante." Decía Walter. "Pero al cabo de pocos meses ya estaba tan quemado que para ofrecer algo parecido a una sonrisa me tenía que pinchar un huevo con un compás. Todo eran grandes marrones, ningún beneficio, una mierda de proyecto."

Ernie le preguntó el por qué de continuar aguantando mecha. Walter, cada vez más hundido en su vaso de Vodka polaco (ya apenas sacaba la nariz para respirar) le contó que cada pocos meses el gran jefe le vendía una Kawasaki o una Yamaha (incluso alguna vez le ofreció motos más grandes). Y Walter la compraba "posiblemente para huir de la mierda de realidad que veía". Compraba una falsa seguridad que su jefe le vendía al precio del oro. Y Walter compraba. Walter siempre compraba. "Tenía que haber hablado con alguno de los chicos para que le dieran un saludo del 38 y acabar con el problema, pero, francamente, me resultaba un esfuerzo demasiado grande. Mi desidia era total".

Ayer el jefe descubrió que el departamento no le daba los beneficios que él esperaba. Se vistió con sus mejores galas y los más floreados argumentos y los mandó a todos a tomar por culo. "Y cerrarme la puerta al salir."

"Ahora nadie quiere venderme más motos (al precio que sea), estoy en el puto paro, especializado en un trabajo que dejó de hacerse manualmente hace 30 años, y con la sensación de que me han estado dando por el culo durante mucho tiempo y encima me descontaban la vaselina de la nómina."

Ernie le apuntó un teléfono en una sucia servilleta y, entre la cortina generada por el cigarro que fumaba, le puso el epitafio a la lápida que cargaba: "Un cambio de trabajo siempre conlleva un esfuerzo. Es duro dejar de cagarse en un jefe para mentar a la puta madre de otro."

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Escrito por: Folixeru


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